Vejez y disidencias: entre la invisibilización y el derecho a ser
A los 72 años, Estela se animó por primera vez a decir que era lesbiana. Había criado hijos, tenido un marido, trabajado toda su vida. Pero su historia real —la que había guardado en silencio— empezó cuando ya se había jubilado. Como ella, muchísimas personas del colectivo LGBTIQ+ llegan a la vejez con marcas de exclusión, dobles o triples discriminaciones y un sistema que, todavía hoy, no las contempla.
La vejez sigue pensándose desde un ideal normativo: heterosexual, blanco, funcional, asexuado. En ese modelo, las personas mayores LGBTIQ+ quedan fuera. Y lo que no se nombra, no existe. Ni en los discursos, ni en las estadísticas, ni en las políticas públicas.
La discriminación no cesa con la edad: se profundiza. Quienes durante décadas resistieron en cuerpos disidentes muchas veces no acceden a los mismos derechos ni al mismo trato. El sistema de salud las patologiza o las maltrata. El sistema previsional y laboral no repara trayectorias de vida históricamente vulneradas. Las residencias geriátricas —con honrosas excepciones— no están preparadas para alojar identidades diversas: muchas veces, al ingresar, deben replegar lo que con tanta lucha pudieron visibilizar.
Pero la violencia no siempre viene solo de afuera. Muchas personas mayores del colectivo han vivido décadas ocultando su identidad, no solo por miedo al rechazo, sino por haber interiorizado esa exclusión. La represión interna, el silencio autoimpuesto y la culpa son también marcas del sistema. Hay biografías enteras condicionadas por el “qué dirán”, por el peligro real de perder el trabajo, la familia o la libertad. Y eso también deja huella en la salud mental y en la calidad de vida.
Para muchas personas del colectivo, llegar a la vejez ya es un logro en sí mismo. No porque ahora “sí merezcan” dignidad, afecto y reconocimiento, sino porque lo merecieron siempre y tantas veces se les negó. Sobrevivieron a la expulsión familiar, a la violencia institucional, a la clandestinidad afectiva y al silencio forzado. Por eso, vivir esta etapa con presencia, libertad y cuidado no es un privilegio: es un acto de reparación y de justicia.
Las cifras son durísimas:
– La expectativa de vida estimada para mujeres trans y travestis en Argentina es de 35 a 40 años, mientras el promedio nacional ronda los 77 años (Fuente: mochacelis.org).
Este promedio no es una anomalía: es el efecto acumulado de violencia estructural, exclusión educativa, discriminación laboral, acceso precario a la salud, la vivienda y la estigmatización social, según datos publicados por Fundación Huésped.
– La tasa de desempleo en la población trans duplica la media nacional en Argentina (Fuente: medios.unne.edu.ar).
– En América Latina, cerca del 75 % de las personas trans no consigue terminar la secundaria, y en Argentina ese abandono está íntimamente vinculado a la violencia y estigmas escolares: el 70 % de las mujeres trans la abandona por esa razón.
– De acuerdo con datos del National Alliance on Mental Illness, las personas trans tienen casi cuatro veces más probabilidades de padecer un trastorno mental en comparación con personas cisgénero —una cifra que reflejaría el peso acumulado del estrés minoritario, la discriminación y el desamparo institucional.
– Según datos publicados por Center for Health Care Strategies (CHCS) de los EE.UU., la prevalencia de depresión y ansiedad en personas trans mayores puede alcanzar entre el 33 % y el 66 %, informando a su vez que el 89 % de las personas LGBTQ+ mayores temen ser discriminadas por el personal de residencias geriatricas, y el 77 % cree que serían excluidas socialmente por otros residentes.
Además, muchas personas mayores del colectivo conviven con VIH y arrastran décadas de estigmas. El miedo al diagnóstico en la juventud, y al abandono en la vejez, sigue pesando en sus trayectorias vitales.
Varones gays mayores que viven en soledad tras haber sido expulsados de sus círculos familiares. Personas no binarias que envejecen sin siquiera ser reconocidas en su identidad por el sistema de salud. Las formas cambian, pero el desamparo se mantiene.
Argentina tiene un marco legal de avanzada. La Ley de Identidad de Género (26.743) fue pionera en el mundo al reconocer el derecho a la identidad autopercibida sin judicialización. Y la Ley Diana Sacayán – Lohana Berkins (27636) estableció un cupo laboral del 1 % en el Estado para personas travestis y trans.
Pero entre la ley y la vida hay un abismo: la implementación es parcial, desigual y muchas veces simbólica. Actualmente la ley se encuentra vigente, pero vacía de presupuesto, con áreas claves desmanteladas. Así, lo que en el papel parece una conquista, en la práctica se puede volver un sello de goma sin impacto real.
Frente a ese vacío estatal, las respuestas —una vez más— vienen desde las propias comunidades..
En Buenos Aires, Casa Trans sostiene espacios de atención integral y acompañamiento para personas trans en situación de vulnerabilidad, incluidas personas mayores que el sistema dejó afuera.
Y del otro lado del mundo, en Londres, el proyecto Tonic demuestra que otra vejez disidente es posible: residencias inclusivas, con personal capacitado, donde no hay que esconder quién sos para envejecer con dignidad.
¿Invisibilización u olvido?
En el Primer Censo Nacional de la Diversidad (https://censodiversidad.ar/) apenas el 2,8 % de las personas relevadas tiene más de 60 años. ¿Dónde están nuestras vejeces disidentes? ¿Por qué no aparecen ni en las encuestas ni en las políticas públicas? ¿Es porque no llegan o porque no las miramos?
Lo que no se mide no existe. Y si las personas mayores del colectivo no figuran en los datos, no pueden reclamar acceso a salud, vivienda, trabajo, acompañamiento ni representación. La exclusión estadística también es violencia.
A pesar de todo lo descripto, hay muchas personas mayores del colectivo que hoy militan, aman, crían nietos, arman redes de apoyo y sostienen espacios. Son prueba viva de que el orgullo no tiene fecha de vencimiento, y no necesita de permisos.
La dignidad no debería ser un lujo. Después de toda una vida de lucha, de sobrevivir a la violencia, a la clandestinidad, al rechazo y al silencio, llegar a la vejez es un acto de resistencia. Y vivirla en forma activa, participativa, con reconocimiento y cuidado es un derecho humano.
La vejez no borra la identidad. La reafirma. Y el Estado y la sociedad deben estar a la altura.
Por Fernanda Román Abogada.
Especialista en Derecho de la Vejez y Seguridad Social.
Maestranda en Derecho de la Vejez (UNC)