En un mundo cada vez más digitalizado, miles de personas mayores quedan al margen de servicios, vínculos y derechos. Una exclusión que vulnera su dignidad y que el Estado no puede seguir ignorando.
La digitalización avanza sin pausa, pero no todos pueden seguir ese ritmo. Para muchas personas mayores, la tecnología representa una nueva barrera. Una barrera no solo para realizar trámites o sostener vínculos, sino para ejercer derechos básicos.
Como especialista en Seguridad Social y vejez, veo a diario cómo esta brecha digital se transforma en una forma estructural de exclusión. Hoy, quien no puede manejar una aplicación bancaria, gestionar una clave, descargar una aplicación médica o pedir un turno por internet, queda fuera. Fuera del servicio de salud. Fuera del sistema. Fuera del mundo. Y, más grave aún, fuera de su condición de ciudadano activo.
Esta barrera para ejercer derechos tiene efectos concretos. No solo impide el acceso a servicios esenciales, sino que afecta emocionalmente: genera soledad, dependencia, disminución de la autoestima, y refuerza la idea —falsa y peligrosa— de que envejecer es volverse obsoleto.
“Lo viejo funciona, Juan.” — Frase de El Eternauta, más vigente que nunca. Nada se vuelve obsoleto como nos quieren hacer creer. Las personas mayores no pierden valor con el tiempo; muy por el contrario, adquieren nuevos matices, saberes y formas de mirar el mundo. La sociedad digital no solo debe incluirlas: debe nutrirse de ese saber, potenciarlo en vez de ignorarlo.
El problema se agrava cuando trasladamos la lógica de la obsolescencia tecnológica —esa que desecha objetos cuando ya no responden a las últimas actualizaciones— a las personas. Porque las personas mayores no son objetos descartables: son sujetos de derechos. Y no incluirlas en la sociedad digital es vulnerarlas, invisibilizarlas. Es transgredir normas, como las contenidas en la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, que en Argentina tiene rango constitucional y que establece con claridad la obligación de los Estados de garantizar el acceso equitativo a la tecnología y a la información.
No incluir digitalmente a las personas mayores es abrir la puerta a la soledad, al abandono y a las estafas. La inclusión digital no es opcional: es una política de derechos.
La falta de inclusión digital, además, abre la puerta a otras formas de violencia: la desinformación y las estafas. Sin una formación adecuada, muchas personas mayores se convierten en blanco fácil de engaños telefónicos, fraudes por redes sociales o estafas bancarias. Capacitar no es un lujo, es una necesidad urgente.
Diversos estudios muestran que una parte significativa de las personas mayores no utiliza internet de manera cotidiana.(aproximadamente el 65%). Y entre quienes sí acceden, una gran mayoría lo hace de forma limitada, muchas veces con ayuda.
Frente a esto, la respuesta del Estado no puede reducirse a talleres esporádicos o buena voluntad comunitaria. La inclusión digital debe ser una política pública sostenida, intergeneracional, con perspectiva de derechos. Y debe garantizar no solo la capacitación, sino también alternativas presenciales y trato digno en todos los niveles.
Una sociedad justa no es la que avanza más rápido, sino la que avanza con todos. Envejecer no debería significar desconectarse del mundo, sino seguir siendo parte activa de él.
Por Fernanda V. Román Abogada especialista en Derecho de la Seguridad Social y de la Vejez