La tristeza es una de las sensaciones más agrias que puede vivir un espectador en una noche de boxeo. La tristeza, a quién nadie espera en su fiesta, puede transportar un combate pugilístico hacia un sitial inolvidable; sobre todo por el doloroso paso del tiempo y la explotación económica, física y moral de su vieja estrella: Mike Tyson (103,600 kg.).
Toda aquella épica de sus batallas y epopeyas deportivas que lo consagraron como el hombre más feroz del mundo a partir de los años 80, no consiguió ser clonada por las valijas de millones de dólares que el influencer Jake Paul (103,050 kg.), su adversario y vencedor por puntos en ocho rounds (de dos minutos cada uno), le pagó a través de su empresa, Most Valuable Promotion.
Cuando a las 2.07 de la madrugada del sábado en la Argentina Tyson intentaba culminar su interminable caminata hacia el ring del majestuoso AT&T estadio de Arlington, Texas, en donde 72.000 espectadores aportaron casi 18 millones de dólares en recaudación, percibimos al instante lo que iba a ocurrir. Allí avanzaba Tyson, con su pierna derecha algo rígida y reforzada por una rodillera; con su vista perdida sabiendo -quizá- que nada podría hacer en este rol de atleta que alguna vez ejecutó a la perfección.
Sin embargo, debía soportar con todos los compromisos contraídos: ser otra vez púgil profesional con el documento de la Comisión de Texas y boxear oficialmente; participar de lo que sería pelea más vista de la historia a través del debut boxístico de Netflix y sus 282 millones de suscriptores por el mundo. El menú ofrecido traía consigo una incógnita inevitable: ¿podría este Tyson de 58 años, cuya última pelea había ocurrido 19 años y 5 meses atrás, sobrellevando una diferencia de 31 años sobre el multifacético Paúl, producir el gran milagro? Por supuesto que no. La vergüenza tan temida se consumó en poco menos de media hora.
(La Nación)