Era el año 1979 y tenía en ese entonces 22 años cuando se sumergió en el proceso de grabación. Los productores, con más fe en él que él mismo, le ofrecieron un profesor de canto, pero no hubo caso. Ricardo sabía que no tenía ni el tono ni la técnica para encarar una canción. Rechazó las clases con firmeza, aunque no pudo zafarse de la idea general: si no podía cantar, lo haría recitando. Le propusieron entonces un proyecto diferente: grabar un disco de poemas, algo que había funcionado en su tiempo para otros artistas, aunque con resultados dispares, como Roberto Vicario, un ícono de los años sesenta que había sido pionero en esto, o más acá en el tiempo, el recordado Omar Cerasuolo.
“Y me copé, me encerraba en un bar y escribía todo lo que se me venía a la cabeza”, rememoró. Es en este punto de la historia de aventuras y proyectos, que un amor que se transformaría en un personaje silencioso en esta obra hace su ingreso: Martita. Ella, su novia de aquellos años, fue testigo y, de algún modo, cómplice de la fama inesperada que Ricardo estaba por experimentar. Mientras el actor se consolidaba en el cine como galán juvenil, ella, una chica “divina” según él mismo la definió, lo acompañaba en cada paso. Una figura dulce, siempre a su lado, que lo veía crecer y lo apoyaba en cada uno de esos giros que la vida le traía.
Con el tiempo, Martita fue más que una novia; era la persona a quien se le dedicó sus primeras palabras grabadas, los poemas de su único disco, De a dos, escrito como si fuera una especie de confesión elíptica de su vida, y de su amor por ella. Fue un trabajo al que el actor, con su humildad característica, se referiría más tarde como un “delirio”. Sin embargo, para Martita, esas palabras tenían un sentido profundo, una declaración de amor que ella supo recibir con emoción.
Son diez poemas, acaso instantes, o bien relatos cortos que transportan a charlas y momentos de juventud. Como ese comienzo de Soy un buen tipo, en el que de fondo suena una característica melodía bolichera setentosa que nos ubica en una típica boite de Buenos Aires, de pisos iluminados de colores varios y columnas y barras con mucha madera tallada y mármol. La música comienza a bajar y la voz de Ricardo termina de pintar la situación: “¿Qué hacés? Te estaba estudiando desde allá, ¿ves? En la barra. Me parece que estás sola, o tu compañero se quedó dormido en algún lado, porque hace un rato que fumás con la mirada clavada en esas luces”. La que le contesta es la voz de una mujer, de las pocas que aparecen en el álbum, que le dice sin más: “Dejame sola”. RIcardo retoma el diálogo y saca a la pista todas las estrategias de seducción. “No, por favor, no malinterpretes. Yo también estoy solo y me pareció que quizás nos podamos ayudar, encontremos una forma de conocernos y tal vez no tengas que decirle nunca más a nadie ‘dejame sola’, ¿te parece?”.
Pese a que en un principio podía preverse que se trataba de un trabajo improvisado, visto a la distancia, con el empeño con que Darín se sumergió en las aguas de las historias por contar, además de los músicos y arregladores que lo rodearon, se trató de una obra de un alto valor artístico, que lamentablemente pasó sin pena ni gloria, como él mismo reconoció con el tiempo. Sin embargo, hay un dato que inquieta hasta el día de hoy. Si bien el disco tuvo escasa repercusión en todo el país, solo en la ciudad de Bahía Blanca vendió la sorprendente cifra de 7000 copias, un misterio que se agiganta con el paso del tiempo y continúa sin encontrar explicación.
(Infobae)