La edificación, que a lo largo de los últimos 30 años ganó en superficie cubierta y que entre otros servicios alberga un comedor escolar para los chicos del barrio, ahora es una literal caja de material a cielo abierto que contiene los restos de todo lo que vientos de más de 180 kilómetros por hora derribaron en ese lote de Brown al 2600.
“Sentí un estruendo y cuando miré, ya no había paredón, no había techo, no había nada”, recuerda Tomás Hernandorena, un vecino veinteañero que no podía creer cómo había desaparecido ese tinglado de casi cuatro metros de altura. Un gigante de ladrillos y chapas acanaladas rendido ante el fenómeno meteorológico más brutal y letal que se haya conocido en esta zona.
Los fieles que son parte de la comunidad de esta Iglesia, con fuerte presencia de la zona y de juventud, lamentan pero también respiran aliviados. “Estuvo la mano de Dios”, advierte Mabel, pastora de este templo, cuando recuerda que más de 50 adolescentes y jóvenes estaban cada sábado en ese templo a la hora en que se produjo el derrumbe.
“Gracias al cielo los chicos cambiaron su reunión y la hicieron por única vez un viernes”, contó. “Los pibes decidieron anticipar su habitual encuentro porque el sábado iban a hacer despedidas de año en sus casas”, recordó sobre lo que siente como “una sensación de bronca, pero también de alivio” porque nadie allí resultó lastimado.
“Habíamos terminado los baños nuevos en el fondo, los chicos estuvieron trabajando el sábado hasta media hora antes del temporal”, insiste la pastora para sumar situaciones llamativas pero bienvenidas, en todos los casos a favor de que todos en esa comunidad estén sanos y salvos.
Fuente: La Nación